Los toros, nuestra fiesta nacional



Decía Benito Pérez Galdós: “el día en que no haya toros, los españoles tendrán que inventarlos”. Si queremos definir al pueblo español, resulta imposible prescindir de las corridas de toros. Forman parte de nuestro carácter bravo e ingobernable, indómito y pasional.  
Pero también forma parte del carácter español rebelarse contra su idiosincrasia y lanzar piedras contra su propio tejado, en muchas ocasiones incluso con más dureza que los ataques extranjeros. Así, hay españoles contrarios a las corridas de toros por diferentes motivos, la mayoría basados en un trivial sentimentalismo, en el desconocimiento e incluso en política encubierta.
Los toros son un arte, y esto es una realidad. Como también es una realidad que hay quienes son incapaces de apreciar un cuadro de Velázquez o una sinfonía de Beethoven, y no por ello estas obras pierden su condición artística. Quien critica desde la ignorancia, dirá que Las Meninas son un mero trazo de líneas que posan impertérritas en una habitación. Dirá que una sinfonía tan solo es un conjunto de sonidos, sin coherencia ni armonía, incapaces de evocar sentimiento alguno. Dirá que una corrida de toros se compone de un hombre con pintas de payaso frente a un animal salvaje, al que con ayuda de una cuadrilla de individuos provistos de armas, e incluso a caballo, dará muerte mientras un público animalizado ovaciona el fallecimiento del astado. Y nada más lejos de la verdad.

Desde las barreras y los tendidos, admiramos la solemnidad del ritual, la ligereza de la música, el destello multicolor de los trajes de luces, la coreografía de capote, banderillas, caballo, toro y torero. Se crea una belleza elegante, con armonía de movimientos y perfección en las formas, un equilibrio de volúmenes. Donde el toro crea formas a partir del caos, el torero pone orden y quietud. Donde el toro crea líneas rectas, el torero dibuja mágicas curvas.
Esto demuestra que los aficionados a la fiesta brava también tenemos sensibilidad, y no acudimos allí para gozar del sufrimiento y dolor del animal. Es una lucha de la astucia contra la fuerza, de lo humano contra lo salvaje. Es una lucha desigual, de acuerdo, pues los contrincantes disponen de armas distintas, y un guión dicta de antemano quién debe morir y quién debe vivir. Pero desigual no significa desleal. El toro tiene la oportunidad de acometer, embestir y atacar, e incluso su ejemplar bravura puede ser premiada con un indulto. Por tanto, no puede calificarse de tortura, puesto que el torturado nunca tiene posibilidad alguna de defenderse y, además, la vida del torturador no correría peligro. Y el torero desconoce si amanecerá mañana.

Por otro lado, hay quien afirma demagógicamente que el toro no ha elegido luchar; que si pudiese elegir, no estaría en el ruedo. Pero los animales no tienen libertad de elección, sino que actúan conforme a su naturaleza. ¿Acaso los perros o los gatos “eligieron” vivir en las casas? No, pero son domésticos por naturaleza y actúan conforme a ella. Y la naturaleza del toro bravo es atacar contra todo aquello que pueda presentarse como una intromisión en su territorio. Si hincáramos con una puya a cualquier buey o a un lobo, éstos huirán automáticamente, puesto que la fuga es su reacción inmediata frente a una agresión. Sin embargo, el toro bravo redobla su ataque.

Otro craso error que cometen los antitaurinos es confundir una tendencia “ecologista” con una “animalista”. El “ecologismo” consiste en defender la conservación de los ecosistemas y el equilibrio entre las especies que en éstos habitan. El “animalismo” va más allá, y se preocupa por la muerte y el sufrimiento de todos los animales que habitan océanos, montañas y bosques del mundo. Pero sería absurdo proteger a las gacelas de los leones, y tampoco se puede estar preocupado por los lobos y las ovejas al mismo tiempo. Sin olvidar que todo animal que consumimos para satisfacer nuestras necesidades, recibe sufrimiento.
Eso sí, el toro bravo es el único animal que dispone de una extensión de entre 1 y 3 hectáreas de tierra, donde es escrupulosamente cuidado por su ganadero durante 4 o 5 años, hasta su llegada al ruedo. Si es que llega, pues de 300 cabezas criadas, menos de una docena son toreadas. El resto cumple su ciclo vital hasta la muerte.
Por tanto, resulta que quienes, en nombre del supuesto bienestar de los animales, defienden valores como el respeto y la libertad, pretenden dar muerte a un arte que desconocen y que no comprenden. Un arte que ha disfrutado el pueblo español durante siglos, y que constituye una de nuestras cartas de presentación de cara al extranjero. Un arte que Hemingway retrató en sus libros, y Orson Welles filmó en sus películas. Un arte que no desaparecerá mientras haya un español que, al son de clarines y timbales, se levante, saque su pañuelo, y grite Olé.
Serafín Marín toreando en Barcelona
Autor: Pablo Úrbez Fernández
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Fuentes utilizadas:
“El toreo: gran diccionario tauromáquico Sánchez de Neira, José. Turner, 1988
Corridas de toros, Yo sí estoy a favor | El Estigma de Caín http://elestigmadecain.info/?p=997




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La dignidad de la persona humana: secuencia de la noria en "El tercer hombre"


Viena, 1947. El norteamericano Holly Martins, un escritor de novelas policíacas, llega a la capital austriaca cuando la ciudad está dividida en cuatro zonas ocupadas por los aliados. Holly llega reclamado por un amigo de la infancia, Harry Lime, que le ha prometido trabajo. Pero el mismo día de su llegada coincide con el entierro de Harry, quien ha sido atropellado por un coche. El jefe de la policía militar británica le insinúa que su amigo se había mezclado en la trama del mercado negro.
El tercer hombre es, ante todo, un cuento de misterio amoral en la deprimida Viena de la posguerra, donde Orson Welles realiza una de sus interpretaciones más insolentes.
Cuanto más investiga Holly, más cosas oscuras descubre sobre Harry, que resulta ser un mafioso inmoral que no solo está vivo sino que está vendiendo penicilina en el mercado negro. Holly y Harry se encuentran por fin en lo alto de la noria del parque de atracciones del Prater. Ambos se muestran nerviosos y arrogantes; no hay más que ver cómo al saludarse dan vueltas en círculo, reconociéndose, examinándose el uno al otro.
Entran en la noria, mientras un contrapicado nos muestra la grandeza de la atracción, su popularidad, su encanto misterioso. Harry hace un cínico comentario sobre los niños, que ya adelanta el nivel moral del personaje. Continúa  tratando a su amigo con tirante afabilidad, mientras justifica su turbio negocio. Es un enfrentamiento dialéctico entre los dos personajes principales; dos concepciones de la vida y del ser humano frente a frente. Cuando suben a la noria, no hay planos generales de los dos. La conversación fluye por un plano único de cada interlocutor.
Holly le reprende por obtener dinero a base de vidas humanas, y Harry le responde:
“Hoy en día nadie piensa en términos de seres humanos”
Además, acompaña sus palabras de una simple y banal concepción del ser humano. No hay ejemplo más gráfico de sus principios, pues se acerca a la ventanilla de la noria y le muestra el suelo vienés. Desde un plano picado, vemos cientos de personas que caminan dirigiéndose a sus respectivas ocupaciones. El plano da sensación de vértigo, abruma la visión desde la noria.
“Mira ahí abajo. ¿Sentirías compasión por alguno de esos puntitos negros si dejara de moverse?”
Da pena la visión del mundo que posee Harry Lime. Y más triste aún es pensar que esa visión ha calado en nuestra sociedad. La gente habla de los seres humanos como un colectivo, como una manada que vive junta en el mismo planeta. No se tiene en cuenta que cada ser humano es totalmente único e irrepetible, con una eminente dignidad sobre el resto de criaturas existentes y con la capacidad de poder dirigir su destino de principio a fin sin estar conminado por otros elementos. Cada uno de esos puntitos negros- como los llama Harry- tiene una dignidad infinita, innumerables sentimientos, seres humanos a los que ama y proyectos para el futuro. No se puede convertir a la persona en un medio para obtener dinero, como hace este personaje en la película. Eso rebajaría el concepto que tenemos de persona humana, pues la emplearíamos en un mero instrumento para obtener nuestros fines, cuando en realidad posee un valor absoluto.
Holly, tú y yo no somos héroes; en el mundo ya no quedan héroes, solo en tus novelas”.
Si hoy en día nadie piensa en términos de seres humanos, algo tendremos que hacer para cambiar las cosas. No podemos permitir que la persona sea usada para conseguir beneficios económicos, o como medio de acceder al poder. Y conviene cambiar las cosas cuanto antes, porque las consecuencias de tener esa visión del ser humano son irreparables, debido a que son personas las que sufren o, en el caso de la película, mueren. Nunca volverán, no se pueden recuperar. Para que exista la civilización y verdaderamente se pueda vivir en sociedad, es necesario que todo el mundo tenga muy claro el concepto de persona humana, pues de ello pueden depender las vidas de muchos hombres y mujeres en un futuro. Pensar lo contrario impide al hombre mantenerse a la altura de su dignidad. Le animaliza, le inhumaniza. Se rebaja a sí mismo cuando convierte a las otras personas en meros medios para obtener beneficio propio, cuando el verdadero valor del ser humano es absoluto.
Terminada la conversación, salen de la noria. Harry no quiere seguir discutiendo, pide cooperación a Holly. Es lo único que le importa al fin y al cabo, que mantenga cerrada la boca frente a la policía. Finalmente, se despide como empezó, con una cita de lo más cínica que el propio Welles ideó para su secuencia en la película:
“Recuerda lo que dijo no sé quién. En Italia, en treinta años de dominación de los Borgia no hubo más que terror, guerras, matanzas; pero surgieron Miguel Ángel, Leonardo da Vinci y el Renacimiento. En Suiza por el contrario tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz, ¿y cuál fue el resultado? El reloj de cuco. Hasta la vista, Holly”.
Autor: Pablo Úrbez Fernández
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El Jardín de las Delicias


A lo largo de los siglos la Historia del Arte la pintura ha ido evolucionando de una forma natural, en sus diversos aspectos, tanto en el fondo como en la forma, la iconografía y la iconología. Es en el Humanismo, por ejemplo, cuando aparecen grandes genios obsesionados con representar al hombre en su plenitud física (como reflejo de la plenitud espiritual).Las obras de  Leonardo, Rafael o Miguel Ángel (y más tarde Velázquez) son una buena prueba de ello. La insuperable capacidad para reflejar la anatomía humana contrasta con el estilo de nuestro protagonista de hoy, contemporáneo de los que acabo de mencionar. Si existe una composición pictórica original y enrevesada por excelencia, un cuadro donde el símbolo y la fantasía se hagan realmente presentes, ese es el tríptico pintado por Jerónimo Bosco a principios del siglo XVI. No es un misterio que sus figuras, sus extrañas composiciones, sus inexplicables escorzos obnubilaron a Felipe II durante su reinado como monarca español, hasta el punto de mandar traer desde Flandes (junto con otros cuadros suyos) esta magnífica obra de arte. En un primer vistazo lo más llamativo del cuadro es la amplia variedad cromática y la infinidad de personajes que conforman el lienzo, a cual más sorprendente en su actitud. Pero vayamos con calma. Es menester detenerse con mucha paciencia en esta sublime pintura, puesto que la interpretación de todo cuanto en ella aparece lleva su tiempo.

Como ya he dicho, este magnífico tríptico fue realizado a principios del Siglo XVI, probablemente entre 1500 y 1505. Jerónimo Bosco (sobrenombre que adoptó del nombre de  su ciudad de origen, Hertogenbosch) es recordado como uno de los grandes maestros de la pintura flamenca, junto a otros como los hermanos Van Eyck, Roger   Van Der Weyden, o  maestros posteriores a él como Rembrandt. Contemporáneo de los grandes genios italianos del Renacimiento, su pintura no ha pasado a la historia por plasmar las formas físicas humanas en su total plenitud o por desarrollar un sublime estudio anatómico, sino por desarrollar un peculiar estilo, de minuciosa y delicada técnica, en donde el color, la iconología, la exuberancia, el detallismo y la complejidad compositiva guardan gran relevancia.

El exterior del tríptico.

            El tríptico cerrado nos muestra la esfera terrestre, en tonalidades grisáceas, coronada por unos negros nubarrones. Es el tercer día de la Creación del Mundo, acontecimiento relatado en el Genesis (el primer libro del Antiguo Testamento). Hasta el cuarto día según este libro Dios no crearía el Sol y la Luna, por lo que el aspecto con el que El Bosco nos presenta la esfera terrestre es perfectamente entendible. De todas formas, este aspecto exterior no hace otra cosa que inquietarnos ante lo que podemos encontrarnos al abrir el tríptico.

La tabla izquierda: La creación de Eva. El Paraíso.



Al desplegar la obra el espectador queda sobrecogido por la fastuosidad y el colorido interior, llevando su mirada de una a otra figura, haciendo que, completamente maravillado, se pierda en un banquete visual de sugerentes y fascinantes imágenes. Es preciso pues, tratar de analizar este caos de forma sistemática, para poder entender qué nos quiere decir el autor con su obra.

Cada una de las tres tablas del cuadro siguen un mismo esquema compositivo, de abajo hacia arriba, siendo abajo lo más cercano al espectador y arriba lo más alejado. No en vano la línea de horizonte que se nos presenta está realmente elevada, presentándonos a lo lejos unas montañas con formas totalmente ambiguas y surrealistas en la parte más alta de las tablas. Cada parte del tríptico tiene su propia temática, ya que las tres escenas no tienen nada que ver entre ellas, aunque están fuertemente relacionadas, de forma que la siguiente (en orden de izquierda a derecha) es la consecuencia de la anterior.

En la tabla de la izquierda podemos observar la Creación de Eva, una escena correspondiente al séptimo día de la Creación del Mundo según el Genesis. Tres figuras conforman la composición principal en la parte baja de la tabla: Adán, sentado en  un verde prado rodeado de animales contempla a Dios, que acaba de crear a la mujer, y se la entrega. El Paraíso previo al pecado del hombre siempre se nos ha presentado como un lugar de completa dicha y de total armonía. Sin embargo, en esta representación del Paraíso no es así. La sensación que invade al espectador una vez comienza a posar su mirada en las distintas figuras de esta tabla es una profunda inquietud. De un pequeño lago situado en la parte más cercana al espectador van surgiendo diversos y peculiares animales, algunos de ellos en actitudes no precisamente pacíficas o que denoten signos de armonía: mientras un pequeño leopardo se traga una rata, un ser con cuerpo de ave y cabeza de lagarto comienza a engullir una especie de anfibio. Pavos reales, siniestras aves de tres cabezas acechan desde esta zona inferior.


El colorido de todas estas figuras no hace sino acentuar esa sensación de que no todo va bien en el Paraíso. Y es que el pecado acecha. Mientras Adán y Eva permanecen ajenos a todo esto, el diablo permanece a la espera escondido en una  roca antropomorfa (hacia la cual diversos reptiles, símbolo más habitual del diablo, se dirigen) a la orilla de uno de los lagos superiores del Paraíso. Los demás seres que podemos visualizar muestran actitudes calmadas y discurren en aparente armonía.
  


 Aunque también en la zona superior comienzan a aparecer actitudes no tan pacíficas, como por ejemplo el león que está degustando su presa. El Bosco, con una exquisita precisión y un detalle sublime, da muestras de su imaginativa pintura en detalles como la fuente central (magnífica en todos los aspectos) o en el dibujo de las bestias que aquí aparecen. Cada elemento de la composición (carente de luz natural) brilla con luz propia (por así decirlo).El exotismo predomina en todo momento en esta parte de la obra, aunque, como ya he mencionado, de forma muy comedida todavía, a expensas de lo que vendrá después. La maestría “jeronimoboschiana” se hace patente en cada detalle, en cada forma, en cada figura, en cada pincelada. Las montañas que marcan al fondo la línea del horizonte ascienden al cielo con sus abruptas rocas y sus penachos, dando lugar a las más ambiguas y exóticas formas. Los extravagantes tonos azules de estos promontorios se ven surcados por diversas bandadas  de aves que discurren en espirales rodeando colinas y montes. Sin duda una auténtica delicia para la vista, la tabla del Paraíso es en sí misma (y sin tener en cuenta las otras dos partes del tríptico) una absoluta obra de arte. Cuanto más tiempo se detiene en él, el espectador descubre detalles en los que antes no había reparado, y es que al ser parte de un tríptico con una tabla central de tal exuberancia, el ojo humano pasa casi sin darse cuenta y de forma automática a la parte central del tríptico, El Jardín De Las Delicias.



Con el tiempo, uno se va percatando de la maestría de esta tabla, tan necesaria para comprender lo que viene después, porque como he dicho, no es sino la precuela de la locura desatada en el lienzo central. Todo aquí es contención y tranquilidad aparente, previa al pecado. El acecho del pecado al hombre, y su consabida caída en desgracia provoca en el espectador una sensación de incomodidad al observar este óleo sobre lienzo, sabedor de lo que viene después. Una calma que, como la mayoría, precede a la tempestad, que se desatará en un festín de colores, en una ensalada de escorzos, en una infinita paleta de colores y actitudes, características todas ellas presentes en la tabla central del tríptico, que analizaremos otro día.



Autor: Brais Cedeira

Estudiante de Historia y Periodismo en la Universidad de Navarra. Interesado por la música, el arte, el cine y demás aficiones que no alimentan el cuerpo, sino el espíritu. 



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Saturno devorando a su hijo, un cuadro de Francisco de Goya

Saturno devorando a su hijo, Francisco de Goya, 1820-1823, Museo del Prado (Madrid)

Goya pinta el impresionante ciclo de las “Pinturas Negras” en las paredes de dos grandes salas de su casa. Son verdaderas imágenes de horror, de pesadilla, que nos muestran el lado más oscuro de la naturaleza humana. La obra que nos atañe era una de ellas, y decoraba  el comedor, situado en una de las salas de la planta baja. Es decir, Goya contemplaba este cuadro cada vez que se sentaba a la mesa.

En la imagen vemos a Saturno, un ser monstruoso, desfigurado, que sostiene entre sus violentas manos el cuerpo mutilado de un niño (al cual ya ha devorado la cabeza) mientras se dispone a engullirle el brazo izquierdo. El tono rojo de la sangre destaca sobre la oscuridad que envuelve la escena, sobre los colores negros y sombríos. A ello se le suma el contraste que marca la furia blanquecina de los ojos desorbitados de Saturno. Son ojos impregnados de locura, de irracionalidad, de lo insano. Goya se desentiende completamente de la corrección del dibujo (apenas hay líneas y trazos, el conjunto es una diabólica amalgama) y otorga todo el protagonismo de la obra a las manchas de colores sombríos y a la distorsión feroz de las formas. El poder “expresionista” de la obra es absoluto, provocando en el espectador una intensa zozobra y angustia [1]. El cuadro anticipa las futuras pinturas de comienzos del siglo XX marcadas por la confusión, la irracionalidad, el miedo.

Para comprender la trama de la escena representada debemos volver los ojos a la mitología griega. Saturno, hijo de Urano y de Gea, destronó y mutiló a su propio padre. Casó con Rea y devoraba a sus hijos para impedir que se sublevaran contra él. Sin embargo, uno de ellos, Júpiter, se salvó y echó a Saturno del cielo. También hay otras interpretaciones que relacionan a Saturno con la tradición medieval de un viejo que, con una guadaña, devoraba la vida de los hombres [2].

Durante la Guerra de la Independencia Goya no empuñó ningún fusil, y tampoco defendió a cañonazos las plazas españolas. No enfermó, no fue herido y no padeció hambre. No combatió. Pero la contienda bélica transformó radicalmente la vida del artista, al igual que la de muchos de sus contemporáneos. Como pintor de corte, residió en Madrid, y nunca perdió su cargo. No obstante, recorrió distintos puntos de la Península. Viajó a Zaragoza entre el primer y el segundo sitio, fue a Ávila, a Guadalajara… Presenció el horror de la guerra, su brutalidad e insensatez, que más tarde plasmaría en varias de sus obras. Supuso un nuevo hito en su vida, que le llevaría a una amarga reflexión sobre la irracionalidad latente en la naturaleza humana y a un profundo pesimismo.

Goya no comprendió la guerra. Él era un hombre culto, un ilustrado, que frecuentaba círculos intelectuales (íntimo amigo de Jovellanos) y recibía con los brazos abiertos las ideas provenientes de Europa, capaces de traer el progreso y la modernidad al arcaico pueblo español. Así, no le disgustó la entrada de los franceses en la Península y la coronación de José Bonaparte. Veía en aquello la oportunidad de un cambio, de un mañana en el que España comenzase su desarrollo industrial e intelectual. Sin embargo, resulta difícil tacharle explícitamente de afrancesado, puesto que nunca manifestó públicamente sus opiniones políticas.

Llegó entonces el autoritarismo francés, Napoleón impuso su yugo. El pueblo español se levantó en armas mientras los sueños e ideales de Goya se desvanecían. Francia, la nación que para él representaba la modernidad, ¿cómo podía ejercer aquella represión sobre nuestro pueblo? Quienes ensalzaban a la diosa razón y defendían la libertad, ¿cómo podían servirse de la espada? ¿Cómo podían aplicar semejante despotismo?  Goya se desencantó, y la melancolía que le invadió fue agravada por el fallecimiento de su esposa durante aquella época. Sobre el pedestal del que desterró las innovaciones francesas colocó a Fernando VII, deseando su regreso tanto como los combatientes españoles. La Guerra sirvió, además, para que floreciesen en España las ideas liberales. La Constitución de Cádiz solo era el preámbulo de la profunda reforma política, económica, social y religiosa que se fraguaba detrás de las líneas de batalla. Allanaban a Fernando VII el camino del país hacia el progreso, y a su vuelta España iniciaría su andadura por él, paralela a las demás sociedades europeas.  

Y acabada la Guerra, Fernando VII regresó. Y frenó bruscamente el caminar del pueblo español hacia el liberalismo. Goya, quien se encontraba en Madrid pintando en aquella época “Los fusilamientos del 3 de mayo” y “La carga de los mamelucos”, entre otros, no se lo podía creer. El absolutismo se restaura, la Constitución queda abolida, los liberales son perseguidos y ejecutados… España retorna a la situación anterior a la Guerra.  Goya está confuso, deprimido, desquiciado. Ha visto demasiadas muertes y atrocidades, y la España que tanto ama continúa viviendo a la espalda de los progresos ilustrados. Además, la sordera que arrastra a causa de una enfermedad se agrava irremisiblemente. Cada vez se recluye más en su mundo interior, se evade, se aleja de la realidad.

Saturno es el absolutismo, es Fernando VII, es la cultura desgastada, la estructura político-económica arcaica, atrasada, que devora a España. El pueblo español, impotente, es engullido, pisoteado, aplastado. No hay espacio para las ideas modernas del continente. La España que vence heroicamente a la Francia napoleónica se pierde en disputas internas que tragan el alma de un pueblo. No hay lugar en España para el racionalismo ilustrado.

En 1823 Goya marcha a Burdeos por temor a la represión contra los liberales. Allí, lejos de su patria, morirá cinco años más tarde.

Autor: Pablo Úrbez Fernández

Historiador en potencia y periodista en los ratos libres, terminé por causalidad en la Universidad de Navarra. Cinéfilo empedernido, aficionado a los toros y actor sobre el escenario. Orgulloso de ser español y un católico devoto. @Paurbez





[1] Sánchez Paniagua, Josefina, “Materiales de estudio para la Historia del arte”
[2] Ídem
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El grito, un cuadro de Edvard Munch


El Grito, Edvard Munch, 1893
El Grito de Munch es una obra totalmente expresionista en la que el color, el uso de la línea y la distorsión de la figura sirven perfectamente al propósito del autor, que quiere transmitirnos una profunda angustia interior.

Una figura, que aparece en primer término, grita mientras sujeta su cabeza con las manos. Se encuentra sobre un puente en el que aparecen también dos figuras humanas al fondo. En el horizonte se distinguen dos pequeñas embarcaciones. La figura, casi espectral, se resuelve mediante formas sinuosas y onduladas que se repiten en el resto del cuadro, lográndose así una fusión total que llena la escena de tensión y angustia. Estas líneas curvas expresan el grito, que parece traspasar los límites del lienzo para llegar hasta nosotros. Las diagonales del camino y las barandillas del puente ofrecen un contrapunto a estas líneas curvas. El uso del color, de gran intensidad, refuerza esta clara intención expresiva: el cielo se resuelve a base de bandas rojas y amarillas con pinceladas azules. El mar se representa a través de una gran ola de color azul oscuro que se resuelve en verde en la parte derecha del cuadro.

El propio Munch (apodado “el pintor de los colores del terror” por un crítico de la época) describió su obra de la siguiente manera:

Una tarde paseaba por un sendero, a un lado estaba la ciudad y debajo de mí el fiordo. Caminaba con dos amigos. El sol se ocultó, el cielo se tiñó de un rojo de sangre y yo me sentí como un soplo de angustia. Me detuve y me apoyé en la cerca, mortalmente cansado; por encima de la ciudad y del fiordo de un azul negruzco planeaban nubes sanguinolentas como lenguas de fuego. Mis amigos siguieron andando y yo quedé allí clavado, temblando de angustia. Me parecía oír el grito inmenso, infinito de la naturaleza. Pinté este cuadro, pinté las nubes como sangre auténtica. Los colores gritaban.

La vida de Munch, sin ninguna duda, merecía proferir un grito. Fue educado por un padre severo y rígido, y siendo un niño todavía, perdió a su madre y a una hermana a causa de la tuberculosis. En la década de 1890, a Laura, su hermana favorita, le diagnosticaron un trastorno bipolar y fue internada en un psiquiátrico. El dolor siempre llega: antes o después. A veces toca el timbre; otras, entra sin llamar. La traición del amigo, la infidelidad del cónyuge, la muerte del ser querido… La mentira, la indiferencia, la injusticia… Duelen y, tantas veces, más que un parto o un dolor de muelas. Hay dolores que entendemos y aceptamos, pero otros nos parecen absurdos e injustos. La única respuesta para los segundos es la trascendencia. Sin trascendencia, sin otra vida, este tipo de dolores nos llevan a la desesperación. Pero para quienes atraviesan esa puerta es distinto: no es que dejen de sufrir, sino que lo afrontan y lo llevan de otra manera.

El dolor, si tiene un porqué es… medio dolor. Se convierte en un medio, no en un fin. Detrás de ese dolor habrá algo, no permanecerá hueco. Decía Nietzsche: Vivir es sufrir, sobrevivir es encontrarle un sentido al sufrimiento. Lo más tremendo del sufrimiento es separarlo de la esperanza. El dolor nos hace recapacitar, pensar, meditar. Pule lo accidental y superficial. Purifica todo. Nos grita, como el cuadro de Munch: ¡cambia!, ¡arranca de tu vida todo lo que no te lleve a la eternidad!”. El dolor es una invitación a crecer, a humanizar, a madurar.

Bibliografía: Historia del arte de Eugenio García Almiñana, Materiales de estudio para la Historia del arte de Josefina Sánchez Paniagua y Díselo con cine de Eduardo Camino. 

Autor: Pablo Úrbez Fernández

Historiador en potencia y periodista en los ratos libres, terminé por causalidad en la Universidad de Navarra. Cinéfilo empedernido, aficionado a los toros y actor sobre el escenario. Orgulloso de ser español y un católico devoto. @Paurbez

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