Saturno devorando a su hijo, Francisco de
Goya, 1820-1823, Museo del Prado (Madrid)
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Goya pinta el impresionante ciclo de las
“Pinturas Negras” en las paredes de dos grandes salas de su casa. Son
verdaderas imágenes de horror, de pesadilla, que nos muestran el lado más
oscuro de la naturaleza humana. La obra que nos atañe era una de ellas, y
decoraba el comedor, situado en una de
las salas de la planta baja. Es decir, Goya contemplaba este cuadro cada vez
que se sentaba a la mesa.
En la imagen vemos a Saturno, un ser
monstruoso, desfigurado, que sostiene entre sus violentas manos el cuerpo
mutilado de un niño (al cual ya ha devorado la cabeza) mientras se dispone a engullirle
el brazo izquierdo. El tono rojo de la sangre destaca sobre la oscuridad que
envuelve la escena, sobre los colores negros y sombríos. A ello se le suma el
contraste que marca la furia blanquecina de los ojos desorbitados de Saturno.
Son ojos impregnados de locura, de irracionalidad, de lo insano. Goya se
desentiende completamente de la corrección del dibujo (apenas hay líneas y
trazos, el conjunto es una diabólica amalgama) y otorga todo el protagonismo de
la obra a las manchas de colores sombríos y a la distorsión feroz de las
formas. El poder “expresionista” de la obra es absoluto, provocando en el espectador
una intensa zozobra y angustia [1].
El cuadro anticipa las futuras pinturas de comienzos del siglo XX marcadas por
la confusión, la irracionalidad, el miedo.
Para comprender la trama de la escena
representada debemos volver los ojos a la mitología griega. Saturno, hijo de
Urano y de Gea, destronó y mutiló a su propio padre. Casó con Rea y devoraba a
sus hijos para impedir que se sublevaran contra él. Sin embargo, uno de ellos,
Júpiter, se salvó y echó a Saturno del cielo. También hay otras
interpretaciones que relacionan a Saturno con la tradición medieval de un viejo
que, con una guadaña, devoraba la vida de los hombres [2].
Durante la Guerra de la Independencia Goya no
empuñó ningún fusil, y tampoco defendió a cañonazos las plazas españolas. No
enfermó, no fue herido y no padeció hambre. No combatió. Pero la contienda
bélica transformó radicalmente la vida del artista, al igual que la de muchos
de sus contemporáneos. Como pintor de corte, residió en Madrid, y nunca perdió
su cargo. No obstante, recorrió distintos puntos de la Península. Viajó a
Zaragoza entre el primer y el segundo sitio, fue a Ávila, a Guadalajara… Presenció
el horror de la guerra, su brutalidad e insensatez, que más tarde plasmaría en
varias de sus obras. Supuso un nuevo hito en su vida, que le llevaría a una
amarga reflexión sobre la irracionalidad latente en la naturaleza humana y a un
profundo pesimismo.
Goya no comprendió la guerra. Él era un
hombre culto, un ilustrado, que frecuentaba círculos intelectuales (íntimo
amigo de Jovellanos) y recibía con los brazos abiertos las ideas provenientes
de Europa, capaces de traer el progreso y la modernidad al arcaico pueblo
español. Así, no le disgustó la entrada de los franceses en la Península y la
coronación de José Bonaparte. Veía en aquello la oportunidad de un cambio, de
un mañana en el que España comenzase su desarrollo industrial e intelectual. Sin
embargo, resulta difícil tacharle explícitamente de afrancesado, puesto que
nunca manifestó públicamente sus opiniones políticas.
Llegó entonces el autoritarismo francés,
Napoleón impuso su yugo. El pueblo español
se levantó en armas mientras los sueños e ideales de Goya se desvanecían.
Francia, la nación que para él representaba la modernidad, ¿cómo podía ejercer
aquella represión sobre nuestro pueblo? Quienes ensalzaban a la diosa razón y
defendían la libertad, ¿cómo podían servirse de la espada? ¿Cómo podían aplicar
semejante despotismo? Goya se
desencantó, y la melancolía que le invadió fue agravada por el fallecimiento de
su esposa durante aquella época. Sobre el pedestal del que desterró las
innovaciones francesas colocó a Fernando VII, deseando su regreso tanto como
los combatientes españoles. La Guerra sirvió, además, para que floreciesen en
España las ideas liberales. La Constitución de Cádiz solo era el preámbulo de
la profunda reforma política, económica, social y religiosa que se fraguaba detrás
de las líneas de batalla. Allanaban a Fernando VII el camino del país hacia el
progreso, y a su vuelta España iniciaría su andadura por él, paralela a las
demás sociedades europeas.
Y acabada la Guerra, Fernando VII regresó. Y
frenó bruscamente el caminar del pueblo español hacia el liberalismo. Goya,
quien se encontraba en Madrid pintando en aquella época “Los fusilamientos del 3 de mayo” y “La carga de los mamelucos”, entre otros, no se lo podía creer. El
absolutismo se restaura, la Constitución queda abolida, los liberales son
perseguidos y ejecutados… España retorna a la situación anterior a la Guerra. Goya está confuso, deprimido, desquiciado. Ha
visto demasiadas muertes y atrocidades, y la España que tanto ama continúa
viviendo a la espalda de los progresos ilustrados. Además, la sordera que
arrastra a causa de una enfermedad se agrava irremisiblemente. Cada vez se
recluye más en su mundo interior, se evade, se aleja de la realidad.
Saturno es el absolutismo, es Fernando VII,
es la cultura desgastada, la estructura político-económica arcaica, atrasada,
que devora a España. El pueblo español, impotente, es engullido, pisoteado,
aplastado. No hay espacio para las ideas modernas del continente. La España que
vence heroicamente a la Francia napoleónica se pierde en disputas internas que
tragan el alma de un pueblo. No hay lugar en España para el racionalismo ilustrado.
En 1823 Goya marcha a Burdeos por temor a la
represión contra los liberales. Allí, lejos de su patria, morirá cinco años más
tarde.
Autor: Pablo Úrbez Fernández
Historiador en potencia y periodista en los ratos libres, terminé por causalidad en la Universidad de Navarra. Cinéfilo empedernido, aficionado a los toros y actor sobre el escenario. Orgulloso de ser español y un católico devoto. @Paurbez
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