A lo largo de los siglos la
Historia del Arte la pintura ha ido evolucionando de una forma natural, en sus
diversos aspectos, tanto en el fondo como en la forma, la iconografía y la
iconología. Es en el Humanismo, por ejemplo, cuando aparecen grandes genios
obsesionados con representar al hombre en su plenitud física (como reflejo de
la plenitud espiritual).Las obras de
Leonardo, Rafael o Miguel Ángel (y más tarde Velázquez) son una buena
prueba de ello. La insuperable capacidad para reflejar la anatomía humana
contrasta con el estilo de nuestro protagonista de hoy, contemporáneo de los
que acabo de mencionar. Si existe una composición pictórica original y
enrevesada por excelencia, un cuadro donde el símbolo y la fantasía se hagan
realmente presentes, ese es el tríptico pintado por Jerónimo Bosco a principios
del siglo XVI. No es un misterio que sus figuras, sus extrañas composiciones,
sus inexplicables escorzos obnubilaron a Felipe II durante su reinado como
monarca español, hasta el punto de mandar traer desde Flandes (junto con otros
cuadros suyos) esta magnífica obra de arte. En un primer vistazo lo más
llamativo del cuadro es la amplia variedad cromática y la infinidad de
personajes que conforman el lienzo, a cual más sorprendente en su actitud. Pero
vayamos con calma. Es menester detenerse con mucha paciencia en esta sublime
pintura, puesto que la interpretación de todo cuanto en ella aparece lleva su
tiempo.
Como ya he dicho, este magnífico
tríptico fue realizado a principios del Siglo XVI, probablemente entre 1500 y
1505. Jerónimo Bosco (sobrenombre que adoptó del nombre de su ciudad de origen, Hertogenbosch) es
recordado como uno de los grandes maestros de la pintura flamenca, junto a
otros como los hermanos Van Eyck, Roger
Van Der Weyden, o maestros
posteriores a él como Rembrandt. Contemporáneo de los grandes genios italianos
del Renacimiento, su pintura no ha pasado a la historia por plasmar las formas
físicas humanas en su total plenitud o por desarrollar un sublime estudio
anatómico, sino por desarrollar un peculiar estilo, de minuciosa y delicada
técnica, en donde el color, la iconología, la exuberancia, el detallismo y la
complejidad compositiva guardan gran relevancia.
El exterior del
tríptico.
El
tríptico cerrado nos muestra la esfera terrestre, en tonalidades grisáceas,
coronada por unos negros nubarrones. Es el tercer día de la Creación del Mundo,
acontecimiento relatado en el Genesis (el primer libro del Antiguo Testamento).
Hasta el cuarto día según este libro Dios no crearía el Sol y la Luna, por lo
que el aspecto con el que El Bosco nos presenta la esfera terrestre es
perfectamente entendible. De todas formas, este aspecto exterior no hace otra
cosa que inquietarnos ante lo que podemos encontrarnos al abrir el tríptico.
La tabla izquierda: La
creación de Eva. El Paraíso.
Al desplegar la obra el espectador
queda sobrecogido por la fastuosidad y el colorido interior, llevando su mirada
de una a otra figura, haciendo que, completamente maravillado, se pierda en un
banquete visual de sugerentes y fascinantes imágenes. Es preciso pues, tratar
de analizar este caos de forma sistemática, para poder entender qué nos quiere
decir el autor con su obra.
Cada una de las tres tablas del
cuadro siguen un mismo esquema compositivo, de abajo hacia arriba, siendo abajo
lo más cercano al espectador y arriba lo más alejado. No en vano la línea de
horizonte que se nos presenta está realmente elevada, presentándonos a lo lejos
unas montañas con formas totalmente ambiguas y surrealistas en la parte más
alta de las tablas. Cada parte del tríptico tiene su propia temática, ya que
las tres escenas no tienen nada que ver entre ellas, aunque están fuertemente
relacionadas, de forma que la siguiente (en orden de izquierda a derecha) es la
consecuencia de la anterior.
En la tabla de la izquierda podemos
observar la Creación de Eva, una escena correspondiente al séptimo día de la
Creación del Mundo según el Genesis. Tres figuras conforman la composición
principal en la parte baja de la tabla: Adán, sentado en un verde prado rodeado de animales contempla
a Dios, que acaba de crear a la mujer, y se la entrega. El Paraíso previo al
pecado del hombre siempre se nos ha presentado como un lugar de completa dicha
y de total armonía. Sin embargo, en esta representación del Paraíso no es así. La
sensación que invade al espectador una vez comienza a posar su mirada en las
distintas figuras de esta tabla es una profunda inquietud. De un pequeño lago
situado en la parte más cercana al espectador van surgiendo diversos y
peculiares animales, algunos de ellos en actitudes no precisamente pacíficas o
que denoten signos de armonía: mientras un pequeño leopardo se traga una rata,
un ser con cuerpo de ave y cabeza de lagarto comienza a engullir una especie de
anfibio. Pavos reales, siniestras aves de tres cabezas acechan desde esta zona
inferior.
El colorido de todas estas figuras
no hace sino acentuar esa sensación de que no todo va bien en el Paraíso. Y es
que el pecado acecha. Mientras Adán y Eva permanecen ajenos a todo esto, el diablo
permanece a la espera escondido en una roca
antropomorfa (hacia la cual diversos reptiles, símbolo más habitual del diablo,
se dirigen) a la orilla de uno de los lagos superiores del Paraíso. Los demás
seres que podemos visualizar muestran actitudes calmadas y discurren en
aparente armonía.
Aunque también en la zona superior comienzan a
aparecer actitudes no tan pacíficas, como por ejemplo el león que está
degustando su presa. El Bosco, con una exquisita precisión y un detalle
sublime, da muestras de su imaginativa pintura en detalles como la fuente
central (magnífica en todos los aspectos) o en el dibujo de las bestias que
aquí aparecen. Cada elemento de la composición (carente de luz natural) brilla
con luz propia (por así decirlo).El exotismo predomina en todo momento en esta
parte de la obra, aunque, como ya he mencionado, de forma muy comedida todavía,
a expensas de lo que vendrá después. La maestría “jeronimoboschiana” se hace
patente en cada detalle, en cada forma, en cada figura, en cada pincelada. Las
montañas que marcan al fondo la línea del horizonte ascienden al cielo con sus
abruptas rocas y sus penachos, dando lugar a las más ambiguas y exóticas
formas. Los extravagantes tonos azules de estos promontorios se ven surcados
por diversas bandadas de aves que
discurren en espirales rodeando colinas y montes. Sin duda una auténtica
delicia para la vista, la tabla del Paraíso es en sí misma (y sin tener en
cuenta las otras dos partes del tríptico) una absoluta obra de arte. Cuanto más
tiempo se detiene en él, el espectador descubre detalles en los que antes no
había reparado, y es que al ser parte de un tríptico con una tabla central de
tal exuberancia, el ojo humano pasa casi sin darse cuenta y de forma automática
a la parte central del tríptico, El Jardín De Las Delicias.
Con el tiempo, uno se va percatando
de la maestría de esta tabla, tan necesaria para comprender lo que viene
después, porque como he dicho, no es sino la precuela de la locura desatada en
el lienzo central. Todo aquí es contención y tranquilidad aparente, previa al
pecado. El acecho del pecado al hombre, y su consabida caída en desgracia provoca
en el espectador una sensación de incomodidad al observar este óleo sobre
lienzo, sabedor de lo que viene después. Una calma que, como la mayoría,
precede a la tempestad, que se desatará en un festín de colores, en una ensalada de escorzos, en una infinita paleta de colores y
actitudes, características todas ellas presentes en la tabla central del
tríptico, que analizaremos otro día.
Autor: Brais Cedeira
Estudiante de Historia y Periodismo en la Universidad de Navarra. Interesado por la música, el arte, el cine y demás aficiones que no alimentan el cuerpo, sino el espíritu.
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