El Grito, Edvard Munch, 1893 |
El Grito de Munch es una obra
totalmente expresionista en la que el color, el uso de la línea y la distorsión
de la figura sirven perfectamente al propósito del autor, que quiere
transmitirnos una profunda angustia interior.
Una figura, que aparece en primer
término, grita mientras sujeta su cabeza con las manos. Se encuentra sobre un
puente en el que aparecen también dos figuras humanas al fondo. En el horizonte
se distinguen dos pequeñas embarcaciones. La figura, casi espectral, se
resuelve mediante formas sinuosas y onduladas que se repiten en el resto del
cuadro, lográndose así una fusión total que llena la escena de tensión y
angustia. Estas líneas curvas expresan el grito, que parece traspasar los
límites del lienzo para llegar hasta nosotros. Las diagonales del camino y las
barandillas del puente ofrecen un contrapunto a estas líneas curvas. El uso del
color, de gran intensidad, refuerza esta clara intención expresiva: el cielo se
resuelve a base de bandas rojas y amarillas con pinceladas azules. El mar se
representa a través de una gran ola de color azul oscuro que se resuelve en
verde en la parte derecha del cuadro.
El propio Munch (apodado “el
pintor de los colores del terror” por un crítico de la época) describió su obra
de la siguiente manera:
Una tarde paseaba por un sendero, a un lado estaba la ciudad y debajo
de mí el fiordo. Caminaba con dos amigos. El sol se ocultó, el cielo se tiñó de
un rojo de sangre y yo me sentí como un soplo de angustia. Me detuve y me apoyé
en la cerca, mortalmente cansado; por encima de la ciudad y del fiordo de un
azul negruzco planeaban nubes sanguinolentas como lenguas de fuego. Mis amigos
siguieron andando y yo quedé allí clavado, temblando de angustia. Me parecía
oír el grito inmenso, infinito de la naturaleza. Pinté este cuadro, pinté las
nubes como sangre auténtica. Los colores gritaban.
La vida de Munch, sin ninguna
duda, merecía proferir un grito. Fue educado por un padre severo y rígido, y
siendo un niño todavía, perdió a su madre y a una hermana a causa de la
tuberculosis. En la década de 1890, a Laura, su hermana favorita, le
diagnosticaron un trastorno bipolar y fue internada en un psiquiátrico. El
dolor siempre llega: antes o después. A veces toca el timbre; otras, entra sin
llamar. La traición del amigo, la infidelidad del cónyuge, la muerte del ser
querido… La mentira, la indiferencia, la injusticia… Duelen y, tantas veces,
más que un parto o un dolor de muelas. Hay dolores que entendemos y aceptamos,
pero otros nos parecen absurdos e injustos. La única respuesta para los
segundos es la trascendencia. Sin trascendencia, sin otra vida, este tipo de
dolores nos llevan a la desesperación. Pero para quienes atraviesan esa puerta
es distinto: no es que dejen de sufrir, sino que lo afrontan y lo llevan de
otra manera.
El dolor, si tiene un porqué es… medio dolor. Se convierte en un medio, no en un fin. Detrás de ese dolor
habrá algo, no permanecerá hueco. Decía Nietzsche: Vivir es sufrir, sobrevivir es encontrarle un sentido al sufrimiento. Lo
más tremendo del sufrimiento es separarlo de la esperanza. El dolor nos hace
recapacitar, pensar, meditar. Pule lo accidental y superficial. Purifica todo.
Nos grita, como el cuadro de Munch: ¡cambia!,
¡arranca de tu vida todo lo que no te lleve a la eternidad!”. El dolor es
una invitación a crecer, a humanizar, a madurar.
Bibliografía: Historia del arte de Eugenio García Almiñana, Materiales de estudio para la Historia del arte de Josefina Sánchez Paniagua y Díselo con cine de Eduardo Camino.
Autor: Pablo Úrbez Fernández
Historiador en potencia y periodista en los ratos libres, terminé por causalidad en la Universidad de Navarra. Cinéfilo empedernido, aficionado a los toros y actor sobre el escenario. Orgulloso de ser español y un católico devoto. @Paurbez
2 comentarios:
Enhorabuena por el valiente enfoque hacia la trascendencia del artículo. Muy acertado todo. Como más opinión personal, si esa idea -de trascendencia- fuera incorporada al título, causaría más efecto.
¡Gracias por la enhorabuena!
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