A la raza humana nos apasionan las historias. Tenemos naturaleza de cuentacuentos. Hay una película de los años sesenta llamada Viva Italia, dirigida por Roberto Rossellini que a uno le hace llegar a esa conclusión. Me la recomendaron por ser una buena muestra de cómo se tergiversa la historia, a veces por interés, pero en muchas otras por puro entretenimiento. Nos va el romanticismo. Si leen la historia de la unificación italiana –la película se rodó con motivo de su centenario–, comprobarán que la importancia de Giuseppe Garibaldi no fue la que a veces se no quiere hacer creer. Garibaldi dibujó en su mente una Italia revolucionaria, y su carisma y liderazgo le permitieron deponer al rey borbón de Nápoles. Lo que no se cuenta es que Garibaldi, que se había erigido en estandarte del republicanismo, que en sus inicios se había negado a que Italia se convirtiese en una extensión del Piamonte, acabó entregando sus tropas al rey Víctor Manuel II, para que este se convirtiese en el monarca de todos los italianos. La monarquía en Italia duraría hasta 1946.
Claro está, lo bonito hubiese sido que Garibaldi hubiese materializado su
utópica idea de Italia por la vía democrática, y que su república hubiese
perdurado hasta nuestros días. Pero no, lo cierto es que Italia fue una
monarquía durante cerca de ochenta años y tuvo un dictador –elegido por el
propio rey– de por medio. No tan romántico, ¿verdad?
Hace poco vi la recién estrenada Lincoln y me vino la
misma idea a la cabeza. Sabiendo lo peliculeros que son a veces los americanos,
el realismo con el que la película trata al presidente es una grata sorpresa.
Está claro que dos horas y pico no dan para contar toda la historia, pero algo
es algo. Servirá para difuminar ese aura de semidiós con la que el paso de los
años ha coronado al desgarbado presidente. Ojo, que quede claro que no
menosprecio la obra de Lincoln. Sin embargo, sí que hay un famoso refrán
español que le viene al pelo: no se puede hacer tortilla sin romper los huevos.
De
eso mismo trata la película. Lincoln tuvo que pelearse contra el sistema para
mejorarlo, según lo que le dictaba su conciencia. Una aclaración importante: el
objetivo principal de Lincoln no era abolir la esclavitud sino preservar la
Unión. En una carta al director del New York Tribune, Lincoln escribió: “Si
pudiera salvar la Unión al precio de no libertar a un solo esclavo, lo haría”. Su
posición fue extraordinariamente pragmática. En un principio, su programa
político no pasaba por la abolición de la esclavitud sino por prohibir su
extensión en los nuevos territorios americanos del oeste. Es decir, mantenerla
en los estados en los que ya estaba instaurada. Sólo cuando las posiciones se
fueron extremando y la inevitabilidad de un conflicto se hizo patente, Lincoln
aprovechó para intentar erradicar una lacra que violaba los principios que
cimentaban la nación estadounidense.
Pero
la cosa no acaba aquí. En la película se muestra cómo Lincoln encarga la compra
de votos de un puñado de parlamentarios para aprobar la Decimotercera Enmienda.
Otro motivo de gratitud hacia los guionistas –tampoco tenían mucha más opción;
la película trata sobre la aprobación de la enmienda y la historia sería
directamente falsa si no se mostrara el amaño–. Pero además de la corrupción, la
película nos muestra que Lincoln fue un dictador de facto, un hombre taciturno, proclive a encerrarse en su despacho
y desde ahí ordenar detenciones. Además, prohibió el derecho de habeas corpus a
los disidentes, entre otras extralimitaciones en absoluto contempladas por la
Constitución americana.
La
historia le ha juzgado positivamente. Tampoco podía ser de otra forma. El
balance de sus acciones es bueno. Acabó con un anacronismo que violaba los
derechos fundamentales del hombre que afectaba a una raza entera. Pero hay que
contarlo todo. No podemos deificar. Lincoln fue humano, cometió errores, se vio
arrastrado por las circunstancias y abusó de sus atribuciones.
Está bien que el cine moldee la
historia, porque a veces es necesario por el bien de la propia historia que los
hechos se adapten. La historia tiene enseñanzas o –si me lo permiten–
moralejas. Cambiar los hechos no quiere decir necesariamente cambiar el
trasfondo, el significado real de esos hechos. Así, Lincoln (la película), que obvia y manipula partes de la historia
para conferirle más lirismo, no altera la enseñanza de la historia. Por eso
sorprende. Acostumbrados a películas en las que los libros de historia sólo
tienen lugar en los decorados, algunos recibimos esta película con una sonrisa.
Chapeau a los guionistas.
Autor: Álex Grego
Casi dos metros
de estudiante de Historia y Periodismo. Cinéfilo enfermizo y melómano en
momentos de recogimiento. Me gustaría leer más. Catalán
de nacimiento; mil leches de ascendencia.
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