La imagen del otro en las relaciones personales

Los alumnos, al ser gente joven, suelen tener la actitud de encontrar propuestas eficaces para su vida concreta; buscan respuestas, o recetas para alcanzar con más facilidad y con cierta seguridad los objetivos que pretenden. Pero, rara vez se conforman con que se les diga lo que hay que hacer; necesitan comprender el porqué, hacerse cargo del problema real, descubrir cuál es la causa de su inseguridad, de su malestar. Cuando aceptan como real el análisis del problema, aceptan con facilidad la propuesta de la solución. En otro caso, se sienten engañados, o tratados como niños, y rechazan lo que con buena voluntad se les propone.

El presupuesto de los párrafos que siguen es un viejo problema de la filosofía, que está presente en la mayoría de los sistemas filosóficos, y que sigue vigente, con especial intensidad, en la filosofía actual. Está bien formulado en el planteamiento que hace Aristóteles al principio del De anima. En esa obra, inicia un tratamiento sistemático sobre la naturaleza y algunas de las operaciones del alma; plantea una aproximación a los problemas, con una terminología ambigua y poco definida, pero, al mismo tiempo, con un enorme rigor especulativo. Allí, en el primer capítulo, entre otras cuestiones, cuando formula los interrogantes que hay que resolver, plantea si la inteligencia humana tiene operaciones independientes del cuerpo o no [1].

No llega a dar una respuesta definitiva a esa cuestión, pero en el tercer libro del De anima, después de estudiar extensamente la sensibilidad externa, habla de las diferencias entre la imaginación e inteligencia. Aunque en Aristóteles ese primer término, phantasía o hypóthepsis, designa la imaginación, o la fantasía, o la cogitativa, sin suficientes precisiones, la imaginación, es, podría resumirse, una facultad sensible. La inteligencia, el nous, es en cambio una facultad espiritual, inmaterial, divina en cierto sentido, distinta absolutamente de la imaginación. Con esa propuesta, afirma la diferencia entre conocimiento sensible y conocimiento intelectual, que no estaba presente en los presocráticos. Advierte, eso sí, que la inteligencia humana actúa siempre unida a la facultad o a la operación de la imaginación [2], y que los conceptos están siempre asociados a una imagen sensible [3].

Ese es el planteamiento del problema que se propone ahora, y que solamente en apariencia es una cuestión sencilla. No vamos a entrar en las diversas soluciones que se le han dado a lo largo de los siglos. Estas soluciones han sido muy diversas en los comentadores griegos y árabes de Aristóteles, en la escolástica medieval, en Suárez, Descartes, o Kant, y cada una de ellas ha dado lugar a un sistema epistemológico propio, con amplias repercusiones en las concepciones antropológicas o éticas que se derivan de aquel.

Aquí nos limitamos a plantear algunas de las relaciones que se dan entre las imágenes que tenemos sobre la realidad, y los conceptos que tenemos sobre la realidad, y, más concretamente, la imagen que tenemos sobre nosotros mismos o sobre las personas que conocemos, y los conceptos que tenemos sobre nosotros mismos y esas personas.

Imagen y concepto

La primera observación es que tendemos a confundir naturalmente ambos niveles de conocimiento. Se confunden o entremezclan en el caso de la especie humana, que es donde se dan ambos. Los animales tienen ‘imaginación’, como tienen emociones y sentimientos; forman una imagen, muy pobre, de los objetos con los que se relacionan. En el hombre, la imaginación es más poderosa, en gran medida porque está asociada con la inteligencia, como son también más intensas las emociones por esa misma unión. Tienden a confundirse, porque, en primer lugar, como dice Aristóteles, ambas operaciones están ordinariamente asociadas. La imagen se da ‘con’ o ‘a la vez’ que el concepto; el concepto se da ‘con’ o ‘a la vez’ que la imagen. En segundo lugar, porque son actos de conocimiento que tienen el mismo objeto. Cuando pensamos sobre alguien, formamos una imagen de ese mismo alguien, y, al revés, cuando imaginamos algo, formamos un concepto sobre ese algo imaginado. Por esa unidad de contenidos, solemos pensar que tenemos una ‘imagen conceptual’ de alguien, o un ‘concepto imaginativo’ de alguien, sin ser capaces de distinguir cuánto hay de imaginativo y cuánto hay de conceptual en eso conocido.

Esa tendencia natural a confundir lo imaginado con lo pensado es hoy especialmente acusada, por muy diferentes razones relacionadas con lo que se ha dado en llamar la cultura de la imagen. Por inadvertencia, muchas personas confunden lo que piensan con lo que imaginan, y derivan de las diversas imágenes que tienen sobre la realidad juicios sobre esa realidad y conductas que responden a esos juicios.

Aunque imágenes y conceptos, que están asociados, se den ‘simultáneamente’, y conozcan ‘lo mismo’, no es demasiado difícil distinguir entre ambos niveles de conocimiento. Algunas características de cada uno de ellos son observables por la experiencia común. Se apuntan algunas de ellas, por más que esto suponga un salto argumentativo que omite su justificación epistemológica.

Las imágenes que tenemos sobre algo o sobre alguien son múltiples y fragmentarias. Como fotografías instantáneas de un objeto o de una persona, que muestran aisladamente aspectos de su forma de ser. Como breves videoclips que recogen en unos segundos la reacción o el comportamiento de alguien. Por ese motivo, no forman por sí mismas una sola imagen unitaria de algo real. Esa unidad de comprensión sobre algo o sobre alguien se da en el conocimiento intelectual, y no en el conocimiento sensible imaginativo, y aún en el conocimiento intelectual se trata de una unidad relativa. De ahí que tengamos varias imágenes sobre nosotros mismos, y que tengamos varias imágenes sobre alguien. Acerca de nosotros, a veces nos pintamos de negro, y nos deprime lo que vemos; a veces nos idealizamos y nos encandila nuestra propia imagen. En el trato con otras personas, dirigir la conducta de acuerdo con esas imágenes que tenemos de ellas provoca errores graves de comportamiento. Nos dominan los ‘esterotipos’ favorables o desfavorables, que, en realidad, no son una comprensión real de la personalidad del otro. Actuamos de forma diversa, en diversas situaciones, frente a la misma persona, dependiendo de la ‘idea’ que en ese momento tenemos sobre ella. Se producen ‘enamoramientos’ y ‘desenamoramientos’ demasiado rápidos, porque están basados en ese conocimiento superficial del otro.

En segundo lugar, la imaginación permite acceder solamente a las cualidades accidentales de las personas o de las cosas. Responde al cómo es algo, no al qué es. La pregunta por ‘lo que es’ pertenece a la inteligencia. Es verdad, y no debe olvidarse, que descubrimos lo esencial a través de sus accidentes, o que el conocimiento intelectual empieza por lo sensible, o que la forma esencial que se percibe a través de los sentidos externos es la misma que la que se comprende con la inteligencia. A través de los gestos, la voz, las reacciones de alguien,… captamos o podemos captar lo que define su personalidad. Lo que se presenta ante los sentidos ‘re-presenta’ lo que está más allá de ellos. Pero no deberían confundirse ambos niveles. Tanto la inteligencia como la imaginación pueden describir cómo es una persona, pero solamente la primera puede decir algo sobre qué o quién es esa persona.

En tercer lugar, las imágenes están asociadas a las emociones, sobre todo a las emociones más espontáneas. A la vez que las imágenes activan la inteligencia, despiertan la afectividad. La emocionalidad espontánea es enormemente rápida en su respuesta, aunque precisamente por eso desaparece también con facilidad. Por ese motivo, las imágenes provocan prejuicios emocionales, predisposiciones afectivas ante la realidad. El ser humano tiene otras respuestas emocionales que no son automáticas, que proceden de largos procesos de aprendizaje, conducta, creación de hábitos, y que son o pueden ser más estables y más intensas que las primeras reacciones. La gente que está acostumbrada a pensar poco e imaginar mucho depende excesivamente de esas emociones transitorias que emergen con las imágenes que se forman de las cosas, y dependen excesivamente de la carencia de esas otras emociones que nacen de un cuidadoso cultivo de lo espiritual. En el trato con otras personas esa dependencia provoca frecuentes errores de relación. Las amistades y las enemistades nacen de las cualidades superficiales de las personas con las que se relacionan, y no de la comprensión que se tiene de su intimidad.

Los prejuicios emocionales que nacen de la imagen sensible son diferentes de los prejuicios intelectuales, que también existen, como es natural. Aquellos son ‘viscerales’, cuasi-orgánicos. Las imágenes provocan por sí mismas agrado o desagrado afectivo, y, por la rapidez de esa emoción, su espontaneidad, su frescura, su naturalidad tienden a considerarse como respuestas intuitivas veraces. A pesar de eso, ese agrado o desagrado dice muy poco de la naturaleza de lo que o de quien lo provoca.

A modo de resumen, algunas características de las imágenes son su multiplicidad y fragmentariedad, la representación de lo accidental,  y la emocionalidad espontánea que despiertan.

Parece claro que puede distinguirse entre lo que imaginamos de alguien y lo que sabemos de alguien. Podemos dejarnos dominar por una imagen negativa o positiva de nosotros mismos, pero, si nos preguntaran quiénes somos realmente, si nos viéramos obligados a explicar el concepto que tenemos de nosotros mismos, necesitaríamos muchas horas de conversación para describir lo que sabemos de nosotros mismos. Podemos soñar un romance con una persona de la que quizá no conocemos el nombre, su entorno familiar, su historia,… pero sabemos en cambio muchas cosas sobre nuestros amigos reales, y ese contraste agudo muestra la diferencia de ambas formas de conocimiento.

Lo que imaginamos, a pesar de su impresionante densidad cognoscitiva, es muy pobre comparado con lo que sabemos. El concepto que tenemos de alguien a quien conocemos bien es mucho más real que cualquier imagen que tengamos sobre esa misma persona. De hecho, en cierto sentido, cualquier imagen que tenemos sobre algo es al mismo tiempo real e irreal. Como es irreal la fotografía que se acaba de tomar, porque refleja solamente lo que era en el instante en que se tomó, y que ya ha dejado de ser.

El conocimiento intelectual que tenemos sobre la realidad y sobre las personas es limitado, pero es mucho más limitado el conocimiento sensible interno. O, lo que es lo mismo, es más real el acercamiento intelectual, la comprensión racional sobre el mundo y sobre las personas que la información que recibimos de la imaginación. La imagen o el conjunto de imágenes que formamos sobre nosotros mismos o sobre otros son menos reales, o más irreales que lo que sabemos de ellos. Pero antes de hablar de imágenes y conceptos referidos a las personas es necesario hacer una segunda puntualización.


La imagen dominante sobre uno mismo

Es particularmente acusada la dependencia subjetiva que tenemos de  la imagen que fabricamos de nosotros mismos. Por esa especial dependencia, podríamos hablar de una imagen icónica del yo, en el sentido del modelo o de los modelos que representan cómo podría ser, o como debería ser, o como me gustaría ser. Esa imagen tiene, naturalmente, mucho de imagen; es decir, contiene representaciones imaginativas de cómo vestir, cómo hablar, cómo reaccionar ante el mundo,…

Hasta aquí hemos distinguido someramente entre imágenes y conceptos, entre conocimiento sensible y conocimiento intelectual. Aunque incluso las cuestiones de epistemología sencilla sean algo arduas, vamos a hacer una segunda distinción entre imágenes de la realidad e imágenes de ficción. Tenemos imágenes de objetos y de personas reales; nos imaginamos la torre Eiffel, la Gioconda, tal o cual animal, o cualquier ser real. Sin entrar en otras precisiones, que serían necesarias pero más complejas, tenemos también imágenes de cosas que no existen; nos imaginamos al mago de Hoz, a Hamlet, al reino de Barataria, o cualquier otro ser no realmente existente. Al mismo tiempo, tenemos conceptos sobre seres reales, y tenemos conceptos sobre seres de ficción. Cuando pensamos sobre algo real, sobre una persona, o sobre los hombres en general,… la ‘materia’, el contenido de nuestro pensamiento es la realidad misma. Cuando pensamos sobre los seres no existentes en la realidad, la ‘materia’ o contenido de nuestro concepto no es la realidad misma, sino la imagen que construye nuestra imaginación. También ocurre algo similar cuando hablamos de algo que es real, pero que no hemos experimentado personalmente [4]. En nuestra época, tenemos un nuevo problema a la hora de definir qué significa exactamente ficción, porque la escenificación de la ficción –que en otras épocas anteriores era escasa y pobre en los medios de representación- le dota de una cierta realidad. Pero no es eso lo que quiero señalar.

Lo que quiero subrayar es que la imagen ‘hombre’ –en tanto que imagen- contiene elementos de ficción. Puede resultar aparentemente difícil, pero es muy útil distinguir de forma estricta entre el concepto del hombre y la imagen –en el sentido de imagen imaginada- del hombre, aunque ambos términos en la práctica significan lo mismo. El concepto universal de hombre puede ser real, aunque sea parcial y nunca agote la esencia de lo humano. La imagen universal en el caso concreto del hombre contiene siempre algo de irreal. Probablemente la crítica al concepto ‘hombre’ realizada por Foucault, Deleuze, Derrida,… se entiende mejor, y puede ser corregida si se atiende a esa distinción básica.

Todas las culturas tienen –además de un concepto- una cierta imagen del hombre, y dentro de ella se incluye también una cierta imagen de lo masculino y de lo femenino. Por contraste con la situación actual, se puede recordar la proyección que hacía de sí mismo el hombre ilustrado; se imaginaba a sí mismo como un hombre racional, libre, amigo del progreso, moralmente recto, igual al resto de los hombres, audaz al perseguir sus ilusiones, respetuoso con la religión, la cultura, el carácter de otros individuos,… No me refiero ahora con esas cualidades a los conceptos de cada una de ellas, o al concepto ilustrado del hombre, sino a la representación imaginativa que tenemos de ellas o del hombre de esa época. Porque el concepto real es siempre más rico que la representación imaginativa. No casa esa imagen del hombre ilustrado con el dato de que Washington o Jefferson tuvieran esclavos negros en sus propiedades, o con el dato de que Robespierre inaugurara el periodo del terror en la revolución francesa,… pero esos datos no ofrecen ninguna dificultad intelectual. Con frecuencia, cuando pensamos cómo es posible que tal persona, a la que conocemos bien, haya hecho tal o cual cosa, y cuando decimos que no podemos entenderlo, lo que queremos decir es que se ha alterado la imagen que teníamos de esa persona. Porque, en realidad, cualquier comportamiento humano, por noble o mezquino que sea, es fácil de entender. Cualquier imagen es carente de la parte más esencial de la realidad. De ahí que, aunque sean útiles, no hay que confiar demasiado en ellas.

Cada época ha tenido sus propias imágenes icónicas de qué es el hombre, y podrían describirse aquí las que son más dominantes en las décadas de los cincuenta, de los sesenta,…  Podríamos describir de forma realista la imagen dominante en los momentos actuales, que podría llamarse la imagen postilustrada del hombre, con los datos que ofrece la sociología, la psicología empírica, la economía, etc. Algunos rasgos de esa imagen son: a) falta de autoestima; b) soledad, incomunicación; c) aburrimiento; d) ansiedad; e) anhedonia; f) autocompasión, narcisismo; g) fracaso en las relaciones amorosas; h) desesperanza, desilusión desencanto, falta de ánimo vital.

Al final volveremos sobre esas características –todas ellas negativas- para tratar de dar una respuesta realista sobre ellas. Porque en realidad ninguno de nosotros es así. El concepto real de quiénes somos debería ajustarse mucho mejor a lo que realmente somos, con las cualidades y los defectos propios.


La imagen dominante sobre el otro

Vamos a proponer ahora un nuevo sentido del término imagen. La percepción que cada uno tiene de sí mismo recoge las cualidades que se acaban de apuntar. Domina una profunda impresión negativa sobre uno mismo, que curiosamente no se proyecta sobre los demás. Los demás no parecen tener ese conjunto de problemas. Una posible respuesta a esa ambivalencia en la percepción de sí mismo y de los otros es que nos escondemos detrás de una imagen fabricada precisamente para no ser conocidos por los demás.

De forma natural, todos  adoptamos una cierta imagen ante los otros; por simple pudor, para proteger nuestra intimidad, para adaptarnos sin estridencias al lugar social que ocupamos, para equilibrar el temor natural al juicio que los otros hacen sobre nuestras acciones, actitudes o cualidades, etc. Ahora esa tendencia está muy acentuada. Elaboramos una imagen –calculada, cuidada- para movernos en el entorno. También en ésta lo determinante es lo que tiene de imagen mental, de tipo o estereotipo que decidimos reproducir ante otros. Ahora, hay muy poco de auténtico, de personal, de espontáneo,… en las relaciones con los otros, y, en las relaciones que los otros establecen conmigo. Ni siquiera se ‘filtran’ inadvertidamente a través de esa máscara informaciones personales sobre la familia, los gustos, las ilusiones, los miedos,… reales. La personalidad auténtica queda clausurada, revestida –y, en ocasiones, disfrazada- de una imagen externa para moverse en el entorno social.

Algunas características comunes a esa forma de comportamiento podrían ser:

a) Una primera característica es precisamente esta de conseguir una imagen muy cuidada. Los alumnos adoptan con sorprendente naturalidad el papel de alumnos educados, corteses, interesados, ‘sinceramente’ preocupados por cumplir con las normas académicas, obsequiosos en el trato con el profesor,… Los amigos son divertidos, ocurrentes, cariñosos, se preocupan por los problemillas que muestran los demás,… Los que salen por la noche son audaces, bullangueros, bebedores empedernidos,…

b) Gracias a esa imagen, se ve al otro –y nos ven- como individuos desvinculados. La imagen que se adopta deja de lado lo privado, omite lo personal, lo íntimo, lo que marca o define la propia identidad. En ella, están ausentes las circunstancias y señas personales de forma realmente impresionante, incluso aquellas que pueden o podrían importar al otro; se dejan fuera a los hijos en las infidelidades conyugales, a las enfermedades en el trato académico con los profesores, a las dificultades familiares en el trato con los ‘amigos’,…

c) La ausencia de intimidad compartida hace ver al otro como objeto de interés, y desvía las relaciones sociales habituales hacia formas de relaciones de interés o interesadas, que son la forma típica de las relaciones que no son de amistad. Ese tipo frecuente de relación resulta cómodo, porque, desde el inicio, ambas partes aceptan que son relaciones útiles. En este sentido, son sinceras, honradas. Son cómodas así mismo las relaciones de compañerismo o de grupo, en las que no es necesario ser ‘sujeto’, ni tratar a los demás como ‘sujeto’.

Es fácil relacionarse cordialmente con alguien de quien se espera algo, y solamente en la medida en que se espera algo de él. No interesan los otros aspectos de la existencia, ni interesa él mismo cuando ya se ha terminado la tarea que había que realizar. Se le trata después con completa indiferencia.

d) También por eso, se tiende a ver al otro como extraño. En otras culturas más humanas, el concepto predominante es el de semejanza; los hombres, cualquier hombre, es un semejante, es decir, el otro es como yo, aunque sea extranjero, desconocido,… o incluso enemigo. No se le ama –eso es cristiano- pero se le comprende; se comprende que es un alguien con una historia, una familia, unos amores, un lugar de origen que añora,…; es alguien con quien es posible el diálogo, el intercambio de opiniones, la discusión sincera sobre valores y posiciones vitales.

Al sustituir el concepto de persona por la imagen se ve al otro como máscara; los otros interpretan roles diversos según situaciones diversas, pero su intimidad es inalcanzable, desconocida.

e) Esa ajeneidad hace ver al otro como juez. Es evidente el exceso de importancia que se concede a la opinión social, a lo que los demás pueden decir, pensar,… aunque solamente pueden opinar de esa ‘actuación’ externa y no de los verdaderos problemas que uno tiene y que ha guardado para sí mismo. Se teme sobre todo lo que puedan hablar entre ellos, haciendo pública una opinión sobre uno mismo.

Conclusión. El concepto del hombre, como ser racional, libre, mistérico

Un par de conclusiones que pueden desprenderse de estas páginas en orden a las asignaturas de antropología y ética.

La primera de ellas es recordar o subrayar la enorme importancia que tiene para la gente recuperar nociones intelectuales sobre el ser humano. En ese sentido, conviene que la docencia tenga un cierto carácter racionalista, o que muestre con claridad la confianza en la razón. La razón permite acceder al realismo vital. Proponer a los alumnos que el hombre es un ser racional, que es un ser libre, que es un ser histórico, que es un ser hijo o un ser familiar, que es un ser necesitario, que es un ser débil, que es un ser que aspira a la felicidad,…, aunque parezca evidente, significa darles las herramientas para construir una imagen real de sí mismos. Pueden aprender a personalizar esos conceptos reales, y saberse –y sentirse- inteligentes, libres, con un pasado que les enriquece, con un futuro que está abierto,…

La segunda de ellas es que a partir de esa visión conceptual y no puramente imaginativa pueden descubrir en los demás esas mismas cualidades, y entablar con ellos relaciones personales, más allá de las puras relaciones de apariencias e intereses que son las actualmente habituales. Conocer la profundidad de los otros es una de las condiciones para que aparezca una amistad real. Ese amor a la verdad sobre sí mismo y sobre los demás comienza por la honradez intelectual, por eso que se llama sinceridad consigo mismo y con los demás.

Jon Borobia, 13 de diciembre de 2012


Jon Borobia es capellán de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Navarra. También es arquitecto, doctor en Filosofía Eclesiástica y miembro del Instituto de Antropología y Ética de la Universidad de Navarra




[1] “Las afecciones del alma, por su parte, presentan además la dificultad de si todas ellas son también comunes al cuerpo que posee alma o si, por el contrario, hay alguna que sea exclusiva del alma misma. Captar esto es, desde luego, necesario, pero nada fácil. En la mayoría de los casos se puede observar cómo el alma no hace ni padece nada sin el cuerpo, por ejemplo, encolerizarse, envalentonarse, apetecer, sentir en general. No obstante, el inteligir parece algo particularmente exclusivo de ella; pero ni esto siquiera podrá tener lugar sin el cuerpo si es que se trata de un cierto tipo de imaginación o de algo que no se da sin imaginación”. ARISTÓTELES, De anima 403a 3-10 (Libro I, cap. 1). Se sigue aquí la traducción de ARISTOTELES, Acerca del alma, Introducción, traducción y notas de Tomás Calvo Martínez,, Gredos, Madrid 2008.

[2] “En vez de sensaciones, el alma discursiva utiliza imágenes. Y cuando afirma o niega (de lo imaginado) que es bueno o malo, huye de ello o lo persigue. He ahí cómo el alma jamás intelige sin el concurso de una imagen. El proceso es similar a cuando el aire hace que la pupila adquiera una determinada cualidad y ésta, a su vez actúa sobre otra cosa- y lo mismo pasa con el oído”. ARISTÓTELES, De anima 431a 14-17 (Libro III, cap. 7)

[3] “Y puesto que, a lo que parece, no existe cosa alguna separada y fuera de las magnitudes sensibles, los objetos inteligibles –tanto los denominados abstracciones como todos aquellos que constituyen estados y afecciones de las cosas sensibles- se encuentran en las formas sensibles. De ahí que, careciendo de sensación, no sería posible ni aprender ni comprender. De ahí también que cuando se contempla intelectualmente, se contempla a la vez y necesariamente alguna imagen: es que las imágenes son como sensaciones sólo que sin materia. La imaginación es, por lo demás, algo distinto de la afirmación y de la negación, ya que la verdad  y la falsedad consisten en una composición de conceptos. En cuanto a los conceptos primeros, ¿en qué se distinguirán de las imágenes? ¿No cabría decir que ni éstos ni los demás conceptos son imágenes, si bien nunca se dan sin imágenes?”. ARISTÓTELES, De anima III 432a 3-14 (Libro III, cap. 8).

[4] San Agustín distingue la imagen que tiene de la ciudad de Cartago, donde vivió, de la imagen que tiene de la ciudad de Alejandría, en la que no estuvo. “Sic et Alexandriam cum eloqui volo, quam nunquam vidi, praesto est apud me phantasma eius. Cum enim a multis audissem et credidissem magnam esse illam urbem, sicut mihi narrari potuit, finxi animo meo imaginem eius, quam potui: et hoc est apud me verbum eius, cum ea volo dicere, antequam voce quinque syllabas proferam, quod nomen eius fere omnibus notum est. Quam autem imaginem si ex animo meo proferre  possem ad oculos hominum qui Alexandriam noverunt, profecto aut omnes dicerent: ‘Non est ipsa’”. AGUSTÍN, S., De trinitate, Libro VIII, cap. 6; se sigue aquí la edición bilingüe de AGUSTÍN, S., S, La trinidad, en Obras completas (vol. V), intr. y notas de Luis Arias, BAC, Madrid 1985, pp. 442-443.

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